Hace algunas semanas viví la temperatura más alta de mi vida: 40,8°.
Qué miseria es el cuerpo humano con ese calor. Las funciones físicas y mentales entran en un estado de soponcio. Cuesta hacer sinapsis. El cuerpo y la cabeza se debilitan y batallan por salir del estupor, como si uno intentara despertar de una siesta a pata suelta, interminable. Pero no puede.
Y leer con un calor así de extremo es languidecer.
En el verano de 2003 devoré algunos libros al compás de la canícula. A mi cabeza vuelve El amor en los tiempos del cólera de García Márquez. No recuerdo mucho de la novela, porque por esos años mi meta —ridícula— era leer mucho y rápido. Un par de días, 400 páginas y pasemos al siguiente libro. Lo que sí retuve son algunos de los nombres, sacados del siglo pasado: Florentino, Fermina.
En la casa de mis abuelos el calor era corrosivo, se infiltraba en los ladrillos y solamente escapaba en la madrugada. Durante el día me sentaba a la sombra en una silla de playa, leía 5 páginas, sudaba la gota gorda, abría la manguera, me mojaba y volvía a leer.
Tenía 17 años, era huesudo, espinilludo y desgarbado, básicamente mi versión actual sin las espinillas. Nada que ver con el Jack Reacher de casi 17 años que Lee Child presenta en la historia corta titulada Noche caliente: “Ya era todo lo alto que iba a ser (…) Metro noventa y cinco, cien kilos, puro músculo”.
En este relato convergen Nueva York, el año 1977, una ola de calor, el gran apagón del 13 de julio y la amenaza del asesino conocido como El hijo de Sam. Todo se combina en una atmósfera infernal, que nos prepara para la acción: “El calor no aflojaba. El aire era espeso y pesado. Se acercaba una tormenta. Reacher lo podía sentir”.
Lee Child construye una Nueva York en combustión. La falta de luz se acentúa por la exhuberancia de sus rascacielos, que parecen abrazar y envolver a una ciudad a punto de estallar en el desorden y los saqueos. Y mientras el resto languidece, Reacher permanece incólume, preparado para arrasar con todo y todos, inmune al calor.
Pero ese verano de 1977 hoy parece casi benigno. También mi verano del 2003, cuando la temperatura con suerte llegaba a los 32 o 33 grados.
Los 40,8° son un recordatorio del despeñadero climático hacia el que nos acercamos: disfruta este verano, porque los que vienen en el futuro serán más cálidos aún.
Por eso me interesé en Islas de calor (La Pollera, 2022), de Malu Furche. Este conjunto de relatos desconcertantes están hilvanados por una crisis climática fuera de control y que, pese a eso, aún subsisten formas mínimas de socialización, afecto y solidaridad.
En estas páginas se languidece —tercera vez que uso esta palabra, qué bella es— puertas adentro y se sobrevive en las calles somnolientas de una ciudad, Santiago, en la que su cerro San Cristóbal sufre un incendio perenne, imposible de extinguir. El calor extremo ha cancelado las rutinas y lo que queda es el rescoldo, las brasas, del impulso por vivir.
Marqué varias frases y tomé nota de las atmóferas, pero creo que este párrafo fue el que más me golpeó. Es brutal:
“Comemos calladas, sin hambre. Con mi mamá fuimos personas interesantes, hablábamos de libros, películas, política. El calor nos redujo a nuestra mínima expresión. Ella no sale. La oscuridad del encierro le puso la piel transparente, los labios grises. Todos los días se destiñe un poco. El pelo, las manos, la mirada. Supongo que a mí también me pasará lo mismo”.
Cada vez me obsesiona más cómo el tejido social y las relaciones humanas se deterioran por los desastres, las catástrofes y la inminencia del fin del mundo. La idea de un planeta en llamas habita y florece en mis pesadillas.
Lo bueno es que toda esta divagación me llevó a mi siguiente lectura que espero leer en un clima más moderado: Instrucciones para una ola de calor, de Maggie O’Farrell.
Qué buen título para prepararse para lo que viene.