Fue en Twitter donde encontré la idea para esta reseña. Sí: aun en ese espacio mayormente destinado a vomitar ciberbilis por la rabia a la que te induce el algoritmo, me encontré recibiendo las recomendaciones de Editorial Yerba Mala sobre dos autores. A uno de ellos, el mexicano Alberto Chimal, todavía no lo leí: guardé la recomendación de la editorial para un futuro ojalá cercano, aunque es moneda común que la lista de pendientes de un lector es siempre creciente y termina, por desgracia, inconclusa… la otra, la escritora boliviana Liliana Colanzi, tiene un lugarcito entre mis favoritos desde hace un largo tiempo.
El ejercicio de releer un libro como “Nuestro mundo muerto” (Eterna Cadencia, 2017) es, por decir así, como tomarse un café con una amiga a quien uno no ve hace tiempo: los años no pasan en vano para mí y ella, sin embargo, se ve lozana, como si el tiempo no la corrompiese, sino que la reafirmara en la misma edad feliz que cuando la conocí.
Me cuenta las mismas historias de siempre: relatos enigmáticos, a ratos siniestros, que narran a personajes siempre escapando de algo. De su pasado, de un destino trágico, de una presencia, de la pobreza, del planeta, del amor… y ahí se da la contradicción maravillosa de volver a esta lectura: que mientras los personajes de sus historias están huyendo, yo no puedo sino sentirme atraído ante la fuerza con que esta amiga a quien jamás he visto en mi vida me cuenta estas historias que descubrí hace unos años y a las que hace unos días volví para ver, con alegría, que aunque ya no existe la posibilidad de sorprenderse como la primera primera vez, ahí está y es siempre la misma: sólida, honesta, magnética, ineludible.
Son ocho las piezas en “Nuestro mundo muerto” y con honestidad el libro entero no tiene ningún desperdicio, aunque tengo varios favoritos. En un compilado lleno de cuentos fascinantes, “El Ojo”, “Chaco”, “Canibal” y “Alfredito” se me antojan los más destacados y, dentro de todos ellos, el espléndido “La ola”, que resume muy bien el espíritu de un libro que te lleva por un viaje tan bello como ominoso y tan calmo como feroz, donde uno se ve sometido al embrujo de una prosa que, como esa ola, está en todas partes, al acecho, esperando para devorarlo todo.
Recuerdo una línea de ese cuento increíble:
“En Cornell […] se gastan muchas horas discutiendo ideas, teorizando sobre la ética y la estética, caminando deprisa para evitar el flash de las miradas, organizando simposios y coloquios, pero no pueden reconocer a un ángel cuando les sopla la cara”.
Me termino el café mientras siento que ese ángel, terrible como todos tal como lo advirtió Rilke, me sopla levemente sus páginas finales. Como siempre ante cualquier libro poderoso, me quedo en silencio. Pronto será hora de otros rostros y otras charlas, pero mientras pido la cuenta me retiro con la satisfacción de saber que, en algún día desconocido del futuro, repetiré esta tertulia.
“Nuestro mundo muerto”
Liliana Colanzi
Eterna Cadencia
2017
Gracias, don Felipe. Me dejó con ganas de conocer a su amiga.
(Aunque queda claro que hizo perro muerto con el café: «mientras pido la cuenta me retiro»)
Saludos!